domingo, 13 de septiembre de 2009

Tu Boda

I

¿Qué más se puede pedir a un día clavado al temporal?
No es mucho más sutil la conjunción en cada fragmento de minuto, cuando afuera las fieras se dejan amontonar en un zumbido único, acompasadas por la monótona garganta que las lleva a temblar ante el espanto del fracaso.
Yo trago en medio de la combustión. Me levanto de mis zapatos embusteros que aniquilan el camino, y no hay ni un sólo hombre en la tierra.
Se han llevado sus mascotas, sus armarios, sus mujeres recién bañadas y su velo; también han desaparecido los niños, olvidados al silbato de los trenes, al abrazo fácil de otras madres con hijos de menor suerte. 
Todos asistiendo por la calle que baja hacia la iglesia.
Hay una alcantarilla para cada resurrección, una llamada de aeropuerto para cada compromiso, y más de un motivo amordazado en la disolución.
No poseemos deseos consumibles. Los ojos son arpas que nadie atreve a acariciar porque el polvo, porque el oxido moderno; cuerdas en el momento infinito de una ducha que gotean la melodía obtusa del hastío, y canta:
¿dónde estás ahora que ya no puedo buscarte?.
Menos de un una pulgada de eternidad debería ser suficiente; como la crema de afeitar, y la bolera a eso de las 4. El mismo topo sangrando las encías de una mañana atrofiada por el desuso. Nos abrimos como buques ahora más metálicos y con menos balance entre las olas; sin horizontes,
ni quillas que rugan su madera contra un demonio en Cabo de Hornos. Pero nos queda el cereal y los yogures para el deseo, un telediario para el destierro de la nostalgia de antemano suicidada. Nadie se ha detenido en el juego de esas uvas de sangre que no bebo. Porque la muerte se vive mejor en otro domingo de estadio con multitud de veracidades. Sin ti, la mancha del saco no seca al fuego, ni el salón está más iluminado con las velas del cadáver. De éste modo voy siendo sólo un montón de años suspendidos por el tiempo de una misa lejana. La misa que va de tu boda a mi memoria.
Que nadie termine nunca ese sermón. Así seas, dentro del abrazo artificial, de blanco bendita, y nunca más.

II

Un centavo es como un río; y la pregunta se disuelve al orgasmo.
Con resignada demencia suprimir la mirada por las cuencas de sus despojados paisajes. Palpar las yemas que tamborilean decadentes en las vetas de su encrucijada, y procurar el implante de un conjuro que, bien lo sabes,  se tapia cerca de los treinta y tres.
Atrás quedan, en trinchera, el cabello de tardes marinas y el cepillo ondulado del padre que insiste alisar una infancia.
En los callejones, las farolas tejen por encima de tejados y gemidos su línea intermitente hacia el fondo de la oscuridad. Y ahí la obertura. Oh! La Gran Obertura. La primera máscara ganada al iniciar el desencuentro, la primera masacre de gestos entrenados. Un globo hincha la infamia y el baile continúa sus pasos hacia otro encuentro, siempre nuevo, siempre la misma esfera proyectando oblicuas carcajadas.
Luego el milagro, insignificante amigo de la incredulidad. Los señores rezan en el salón, junto a sus estanterías, cambios de matrícula para las enfermedades mortalmente venéreas. Las flores trashuman promesas en las perforaciones de los necios. Y tú esperas, como un dispuesto centavo, débil pero de inagotable carruaje, la piedra afilada que desangre una gota de miel  en tu ceja herida, pegajosa astilla en cautiverio de tu velo.
Hasta que se quiebra un reducto, un desagüe que anida al río que baja quieto a poner acento a la caricia que deja vibrando tu entrepierna.
Entonces desquicia tu madre y tus hermanos mean mientras besas la herencia que hierve una serpiente, y ambas, en cada escama, ganan algo de pureza.
Pero vuelve el salmo. Y lo devuelve todo. Todo lo venga. Vierte en sus palabras de espiral el vacío hechicero, simiente que llueve su materia estercórea entre los dientes de los muertos.
Te dejas arrodillada frente a la multitud abierta, y otras latitudes te demandan, te lamen, te corrigen y, obedientes, reclinan sobre el altar los escombros de tu propia vegetación.

III

Gira tu cadáver, limpio en transparencia de diamante. Gira, y encaja los dientes a la vela de horizontes en llamas. Sellos postales sobre los sexos de las niñas que marchitan su entusiasmo a la primera bocanada de orgullo.
Eléctrico latido de perro que toma por sorpresa al espectro detrás del escenario. Nada sobra en este valle enmarcado de ausencias. En cada pueblo rumia
una noche líquida. En cada palabra de viajero el viento deshila transmisiones eléctricas y ondas de estambres que alcanzan la podredumbre de una promesa.
En cada puerto un nativo implicado al olvido.
Todo inició cuando las ratas comenzaron a abandonar las cicatrices a punto de hundirse en la miseria de Mayo. 
Cada despedida desplazó constelaciones, desperezó lentamente la huida de cada línea y cronometró los lugares que validaron la gloria del infierno.
La estela de los huesos en el desierto.
La plaza a rabiar con sangre fresca todavía de antiguas faenas, húmeda la hierba en un campo de espejos, nombres fechados, coordenadas que apuntan a la nulidad, navegación gratuita entre meridianos de semen pardo y paralelos de ojos evaporando alguna alucinación permisible.
Y tú. ahí. Hundiendo el centro. 
Quedan los orificios por los que se multiplica el intento; las piernas amputadas en el cubo de basura.
Estoy esperando. Me arrastro a la espera de otro salto de caballo. Y no llega el tiempo. No leva anclas. No iza ninguna pregunta. Renuncia a sus deberes de madre en celo. Espero, y Jesús es el carpintero que detiene el cielo con clavos de estrella. Espero la resurrección de un margarita que ha sacado a secar su voluntad a la luna abierta. Estoy esperando al destierro de tu imagen,  y a que ésta necia oscuridad germine de una vez por todas en el cuervo
y lo eche a andar.
Pero no cede la cremallera del frío. No has muerto todavía.
El círculo ha olvidado su punto de partida.

IV

La semilla que se tiende en tu recinto llegó hasta ahí con su vuelo más largo;
el de tu vientre y su fermento temprano que toca los dedos de otro ansiado nacimiento.
Como un frasco transparente en el fondo del pantano, sujeto los clavos de mi último respiro. Mientras tanto, en la cocina, tus manos quietas entrañan fuego en las hornillas del tiempo.
Un impermeable signo de admiración se escurre en la ciénega de nuestro desencuentro. Yo voy dejando en el descenso paralelo cuatro círculos heraldos de otras inscripciones, más cercanas, humillantes.
Y a ti, el espejo te multiplica la nueva noticia; bajan trémulas tu costado raíces de fríos reconocibles; tejido floral de burbujas con que se crea tu piel de sencilla tan perfecta, sin viaje, pero con un motivo de lunas adheridas, señales proféticas de un regazo abierto al borde del estuario.
Las farolas que mecen el sueño de quienes hemos muerto, no son doctrinas más plateadas que los anteojos del insomnio.
Las madres pierden su orientación en cada cordón de estrellas.
Una mandarina en el centro de la mesa te hace temblar y reviven en tus estanterías los campos y las astillas, minas del hombre aquél que fui, clavada su piel todavía a la palma de tu tacto.
Mi rostro dibuja, cicatrices blancas en tu rostro.
El incendio que asoma detrás de la cortina no es presagio, ni forma colores para saciar las pupilas que miden los ejes de mis pasos.
Ya habrás aprendido a deletrear un silencio con los dientes clavados al borde de la sábana. Y el secreto es diez veces más sólo tuyo; delineado por la tempestad de lo evitable, y no hace falta nadie predecible.
Al resto del camino lo reviste el sol y a la mentira la razón.
Reverdeces, preñada de destino, y para mi no hay principio posible que pueble la esperanza.
La vida desde ahora será sólo volver a cerrar los labios de cada amanecer.

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