domingo, 13 de septiembre de 2009

Stevenson


A MI PADRE

La paz, su invasión inmensa hacia las costas del hogar
dirige su rumbo cada día; innumerables velas
amanecen sobre el lejano horizonte y se acercan;
innumerables amores, esperanzas sin cuento,
a nuestro indómito litoral, ahora luminoso, se aproximan:
porque ya no hay tinieblas desde que tú y tus obras en él os levantáis
y brillantes sobre islotes solitarios, en hundidos arrecifes,
en el largo y resonante promontorio, se yerguen los Faros.
Ellos son tu obra, oh padre, y esa luz tu corona;
cuando el aire es puro en lo alto, resplandecen
en el amarillento ocaso, y en la noche relucen
entre las incontables estrellas de Dios;
y si la niebla cubre y por doquier
baja la marea, cada una de tus luces habla
entonces con el sonido de las campanas que hasta el alba tañen:
resplandeced, sonad, hasta que la noche pase
y las estrellas se apaguen y regrese el sol
y ya seguras naveguen las barcas en la ensenada.
Cuando amanece, navega en su esquife
el marino por la calma bahía, hacia donde levanta
sus humos más tempranos la ciudad
y trepan por la playa los nudosos avellanos.
Al remo que hiende las aguas le habla en la distancia el eco.
El bote fondea junto al arrecife, ese remanso
al que tú y tus luces como a un niño lo llevasteis.
Tú hiciste eso, y yo... ¿Qué puedo hacer tan noble?
Oh padre, yo iré, y a su hogar, a su puerto,
devolveré algún marino que perdido se lamente.



Robert Louis Stevenson






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