domingo, 13 de septiembre de 2009

Bernardo Soares

Cuando duermo muchos sueños, salgo a la calle, con los ojos abiertos, todavía con su rastro y su seguridad. Y me pasmo en mi automatismo con el modo en que los otros me desconocen. Porque atravieso la vida cotidiana sin soltar la mano del alma austral, y mis pasos en la calle se suceden acompasados y acordes con oscuros designios de la imaginación de dormir. Y por la calle voy seguro; no me tambaleo; respondo bien; existo.
Pero cuando se produce una interrupción, y no tengo que vigilar el curso de la marcha, para evitar vehículos o no estorbar a peatones, cuando no tengo que hablarle a alguien ni me incomoda la entrada de una puerta próxima, me sumerjo de nuevo en las aguas del sueño, como un barco de papel doblado en picos, y de nuevo regreso a la ilusión agónica que me calentó la vaga conciencia de la mañana naciendo entre el ruido de los carros.
Y es entonces, en plena vida, cuando el sueño tiene grandes películas. Desciendo por una calle ideal de la Baixa y la realidad de las vidas que no son me ata, con cariño, la cabeza con un trapo blanco de reminiscencias falsas. Soy navegante por un desconocimiento de mi mismo. Lo vencí todo ahí donde no estuve nunca. Y es una brisa nueva esta soñolencia con la que puedo andar, curvado hacia delante en una marcha sobre lo imposible.
Cada uno tiene su alcohol. Yo tengo alcohol bastante con existir. Borracho de sentirme voy errante y seguro. Si es la hora, acudo a la oficina como otro cualquiera. Si no es la hora todavía, voy hasta el río a observar el río, como cualquier otro. Soy igual. Y por detrás de todo eso, cielo mío, me constelo a escondidas y tengo mi infinito.
                                                                                                                                                 Bernardo Soares

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