domingo, 13 de septiembre de 2009

Presentación "Crónicas del Ombligo"

“Lo primero que uno hace cuando vende su primera historia, es telefonear a su mejor amigo y decírselo. Lo más probable es que el amigo te cuelgue sin dejarte acabar de contárselo, lo cual te desconcertará, hasta que comprendas que él también está intentando vender sus historias, y aún no lo ha conseguido.”
La cita es de Philip Dick, y hoy me toca mí ser ese amigo al que Armando llamó para dar la primera señal de esta publicación.
Estuve cerca de colgare la bocina, sí, pero la alegría, esta vez, pudo más que la envidia; y además, como excusa, me queda el hecho de que siempre es más difícil vender un poema.

Yo no voy a intentar una crítica gentil, ni a proponer paralelos entre la aberrante ficción de Dick y la cáustica de Morón. Voy a concentrarme solamente en el placer de leer, de seguir leyendo, “Crónicas del ombligo” -por supuesto-, y cualquier otro  material que, para una nariz aguzada, valga poco más o menos el tiempo invertido.
En soledad atestigüé cada una de las páginas de éste libro, en soledad las disfrutaba.
Sé que en soledad fueron escritas, y también en soledad es como tendrán que  revivirlas todos aquellos que decidan llevárselas a la cama o a su sofá favorito.
Pero no voy a referirme a esa soledad que -estoy seguro-, más de uno en esta sala ha reivindicado y satisfecho; sino a esa otra condición de espectro que comienza a tomar forma alrededor del término; a esa soledad que va fermentándose en cada día que asfixiamos -incluso en contra de nuestra voluntad-, al servicio de la costumbre.
Hablo de la soledad que divide, de la que segrega. Esa de callejones y pasillos por los que cada vez más fácil nos desconocemos, sin encontrar de los otros más que un eco prolongado de cascos que sacuden el suelo y levantan el povillo de la confusión.
Esa soledad de ceguera colectiva que nos hace aceptar cordialmente los manotazos de los demás que nos siguen, o seguimos, disipada ya la esperanza de cualquier nacimiento posible.
Y este tipo de soledad ya no es marginal.
En esta época de estilos rutinarios, de estremecimientos en lata, de “fast feelings”, asistimos a masivas fisonomías y a su intercambio ajeno de comunicaciones en línea
que viajan más rápido y con más poder de persuasión que un latido de corazón.
Ya ni siquiera los recorridos en Metro se resignan; esos ojos cuadrados, tan  modernos, exhiben en el total de sus pulgadas la aniquilación de uno de nuestros exiguos momentos de lectura.
Esta generación nos entrega, en portada, a un hombre más solo que nunca.
Un hombre frente a un resto de espaldas, en fila curva, perspectiva de ahí hasta el último hombre que mira de vuelta la espalda de éste. 
Pero esto no sería doloroso si ese hombre sólo no hubiera perdido la capacidad de conocerse a sí mismo, de horadarse, de advertirse, de reconocer sus más entrañables deseos, y sus sueños.
Esta independencia no causaría estragos, si no estuviera saqueando, en su haber,
la capacidad de ilusión que demanda nuestra naturaleza; no sería una pena
si no estuviera gangrenando nuestra destreza de transformar lo imaginado; no sería una lástima si no estuviera pudriendo nuestra habilidad de levantar un papalote y echarlo a volar.

Morón, por ejemplo, me fue nombrando a México, hoja por hoja, internándose sin disculpa en mi zócalo capitalino, en mi gente, y en mi recuerdo de ellos.
En fin, se metió con su Receta hasta la cocina de mi corazón de hombre sólo, y lo fue poblando de utensilios.
Sin provocar a ninguna agitación que no fuera esa que subraya el minuto de silencio antes de dormir, o en ese espacio de tiempo que nos salta en un atasco con lo ojos clavado en cualquier recuerdo y nos hace escuchar una pregunta que, bien sabemos,
no tendrá jamás una respuesta.
Esa es la volátil fracción de segundo en la que Morón ha conseguido reconocerme. 
El faro que pulsa ciego su giro
destella
chasca -un instante-
brilla
y luego pasa
calla
sometido de vuelta al carrusel de su oscuro linaje.  
Es una estocada.
El único instante en el que Nos es dada una visión Entera de luz.
Crónicas del Ombligo -lo digo sin falsas pretensiones-, me ha golpeado así las pupilas en, al menos, un par de ocasiones. 
Cada lector es el elegido de un libro, escribió Edmond Javés. Pero que cada quien elija un hogar amable para su ilusión, y se reserve un campo más holgado donde cosechar sus paisajes. 
Porque una vez que el hombre sabe cuánto le queda por soñar, reconoce también todo el material que tiene a su alcance para hacerlo, y convertirse entonces, en un hombre libre, en un hombre que nunca estará solo. 
Quiero dar las gracias a Armando, por estar aquí, y por habernos dejado a todos
un poco de ese material.        

No hay comentarios:

Publicar un comentario