sábado, 12 de diciembre de 2009

Blues


No era necesaria una nueva acometida de la soledad
para que lo supiera.
Navegaba la mar por un rumbo desconocido para mis manos.
Donde el amor moró y tuvo reino
queda ya sólo un muro que avasalla la hierba.
Queda una hoja de papel no en blanco
donde está anocheciendo.
Donde goteaba luceros una noche
sobre unos hombros limpios como verdad mostrada,
sólo queda una brisa sin destino.
Donde una mujer fundara un beso,
sólo árboles postrados al invierno.


Y no era necesario decirlo.
El corazón sin que sea una lágrima
puede sombrear las mejillas.


La ventana da a la tristeza.
Apoyo los codos en el pasado y, sin mirar, tu ausencia
me penetra en el pecho para lamer mi corazón.


El aire es una mano que está hojeando mi frente.
Mi frente donde la luna es una inscripción,
una voz esculpiendo su olvido.


Como humo la luna se levanta
de entre las ruinas del atardecer.
Es muy temprano en ese azul sin rostro.
No era necesario enturbiar la soledad
con el polvo de un beso disuelto.
No era necesario 

memorizar la noche en una lágrima.

Labios sobrecogidos de olvido,
pulsaciones de un oleaje de mar ya retirándose,
ruido de nobes que el otoño piensa.


Hay lápices en forma de tiempo, vasos de agua
donde el anochecer flota en silencio. 

Hay una rama de árbol como un brazo esculpido
por algún abandono.


Hay miradas y cartas donde la noche
puso en marcha al vacío,
a las frentes que extinguen su remoto color
sobre letras que enlazan señaes de viaje.


Aquí está la tarde.
Puede enrolarse en ella quien esté enamorado.
Aquí está la tarde para designar una ausencia.


Suena en mi pecho el mundo
como un árbol ganado por el viento.


No era necesaria la tarde, tampoco este cigarro cuyo humo
puede ser otra mano evaporándose.


Invernará la noche en mi pecho.
No era necesario saberlo.
No tiene importancia.
Espero una carta todavía no escrita
donde el olvido me nombre su heredero.


                                                        José Carlos Becerra

jueves, 19 de noviembre de 2009

"Así como las oraciones de los hombres son una enfermedad de su voluntad, su fe es una enfermedad del intelecto."

                                    Emerson.
cojo una pintura
y tanto mundo

miércoles, 18 de noviembre de 2009

LA BELLA DURMIENTE

Aunque vengas mañana
en tu ausencia de hoy perdí algún reino

Carlos Pellicer




Tal vez retornan aquellas imágenes,
abrimos la caja de cristal y tomamos nuestra antigua cabeza, nuestros
primeros espejos ocultos allí,
y acariciamos temblado los labios de esa boca, que parece
atrapada por aquel irresistible deseo de morder el infinito,
pasamos los dedos por el suelo de esa frente, por la apariencia de
las mejillas que se resisten a la revelación,
y ya para entonces, otra vez, nos hemos olvidado de la forma de
nuestra antigua cabeza,
del deseo de esta mano con que aún acariciamos,
hemos perdido para entonces la cuenta
de nuestras estrellas y de nuestras hormigas.


Tal vez retornan aquellas imágenes,
tal vez parece lo que quisimos que fuera el amor,
la costumbre de acariciarnos desde lejos, las señales de espejo
aprovechando cierto rayo de sol,
la clave Morse de los ahogados aprovechando la migración de ciertos
peces
los días de la convalecencia y el olor de la sal en los buques
abandonados.


Tal vez sólo fue esa costumbre de acariciarnos así,
de imaginarnos así,
en secreto,
en aire no compartido,
en respiración por separado,
pasando lentamente la mano por la sospecha de una caricia, como
alguien que mira hacia el mar
viendo desde su cama la pared de su cuarto.


Tal vez aparece nuestra pequeña y antigua ropa, nuestro antiguo descaro
y nuestro antiguo pudor,
nuestro crecimiento por separado y nuestro amor por separado,
el delicioso escondite al que no hemos podido regresar
porque extraviamos el plano o porque la imaginación lo ha
cubierto de arena,
de blancas y suaves colinas parecidas al desencanto.


Y nos vemos desde aquí, nos tocamos y nos esperamos, fluimos en
nuestras distancias,
en las palabras donde las bocas quieren fundar breves puertos,
referencias de un mundo asediado por su invención,
y nos tocamos y nos esperamos,
sonriendo sin remedio, vacilando sin remedio, la boca casi seca por
el sabor de lo irreal,
aplastados por una lucidez en la cual tampoco creemos.
(Alguien acaba de encender la noche en nuestros ojos, alguien acaba
de asistir a una ejecución en nuestra mirada),
y nos preguntamos por dónde, a qué hora, en qué sucesión de imágenes
vamos a reconocernos.
Nos entregamos por un instante al instante,
por un momento dejamos de existir en todos los sitios donde nos
recuerdan o donde nos olvidan
las leyes de la ciudad no nos tocan,
por un instante somos los otros,
aquellos dos en los que tanto soñamos.


Y nos reímos un poco torpes, un poco avergonzados de nuestra
creación,
como los niños que habíamos matado, aquellos dos por donde pasamos
para llegar hasta esta mirada
hermosa y vacilante de ahora.


Y nos herimos con cuidado, sin evitar nuestras marcas de viaje;
hay cierta paciencia en esa sonrisa que no se resuelve como un
animalillo cansado,
y nos miramos, penetramos en esas zonas
donde los ojos se construyen a sí mismos, dejándose llevar por las
alianzas de sus imágenes.


Y me hablas de esa niña de trenzas,
aplastada por sus catorce años, confundida por la belleza de sus
piernas,
avergonzada y perdida, vengándose de algo con cada muchacho que
salía,
sabiendo oscuramente que estaba perdida desde entonces, acobardada
sin remedio desde entonces,
buscando la justificación, el sollozo que no estaba presente;
y yo te hablo de aquel niño que no tenía dónde esconderse
porque la casa era demasiado grande, porque ya era demasiado
tarde
y el cadáver de su infancia se podría entre sus manos,
te hablo de aquel niño devorando lentamente con sus nuevos colmillos
su antiguo corazón.


Y no hay amargura en nosotros,
tampoco le ponemos un gran lazo azul a nuestra resignación,
porque esos niños se han ido igual que nosotros nos iremos un día,
y es inútil que asomen sus pequeñas bocas en nuestros besos,
no importa que sean sus pequeñas manos las que se toquen en
nuestras manos,
esos niños se van siempre, y el rastro que dejan es inútil;
esos niños han muerto, nuestras manos deberían separarse
para seguir siendo reales.


Mujer, mujer,
mirándome, ¿viste algo? ¿Pensaste que podías ver algo?
¿Alguna pequeña señal? ¿La viste, la viste?


Mujer, "niña extraviada", "bella muchacha sin libertad",
frases manoseadas,
¿te sentiste conmigo la "niña extraviada"? ¿La "bella muchacha sin
libertad"?
Trazando la tortura, fingiendo la tortura, ¿te torturabas más?
¿Te sentiste la chamaca pálida que caminaba a mi lado haciendo
muecas y de la cual no te hablé?
¿Quién creíste que eras? ¿Quién creí que era yo?


Tomados de la mano por las calles de un pueblo irreal,
tomados de la mano por las calles de una historia irreal, de una inútil
alusión al pasado,
mirábamos la luz del atardecer en las viejas fachadas,
tomados de la mano como si fuera verdad, juntos como si fuera
posible,
mirábamos los pinos al otro lado del atrio.
"En el patio de mi casa -dijiste- había unos pinos como éstos..."
Y no agregaste: "Ahora toma una hacha, córtalos de mi corazón
y plántalos en este anochecer..."
No, no pudiste agregarlo y yo no pude tomar el hacha que no existía.


Sí, juntos mirábamos esos pinos;
si, juntos mirábamos esos pinos cada vez más oscuros al otro lado
del atrio,
cada vez más al otro lado de algo, en otra parte, en otro sitio que
posiblemente no mirábamos,
tal vez en el lado de los leñadores de pinos, de los que manejan el
hacha con la misma belleza del amor,
en las montañas que sólo tu conocías,
en el país de donde el anochecer parecía llegarnos.


Sí, juntos escuchábamos aquel rumor del viento entre las ramas cada
vez más oscuras, cada vez más lejanas,
y la noche caía, igual que una túnica que resbala de los hombros de
una mujer
que al quedarse desnuda se queda invisible.
Juntos los dos, a punto de tomar el misterio,
a punto de que la desnudez nos invadiera con toda la fuerza de sus
extensiones,
a punto de que la princesa dormida por siglos abriera los ojos,
a punto de que el joven viajero encontrara la entrada al castillo
encantado
a punto de que hubiera una posibilidad de existencia para ese castillo
a punto de darle vida al maleficio, y por esta medida conjurarlo,
a punto de que hubiera una capa, una espada y una posibilidad de principado...
a punto solamente,
a punto de algo.


Y ya no recuerdo exactamente a punto de qué, ya no recuerdo quiénes
éramos,
algo he sabido de aquellos dos,
vagamente o he oído en algún sitio de mis palabras, en algún laberinto
de mi creación.
He sacudido antiguas imágenes, he destapado botellas no sé si vacías,
he empañado con ansiedad el antiguo juego de espejos.
En mi voluntad arde un pájaro oscuro,
las palabras de pronto han adquirido el peso de los hechos
desconocidos,
han tomado el aire verduzco de las estatuas, de las vagas y dudosas
realizaciones de que habla la Historia,
y esta frase se siente perdida...


Ya no sé quiénes somos;
en un acantilado el mar bruñe la roca con la lechosa luz
de un movimiento crepuscular y vacío.
la primavera retoca sus retratos canturreando en voz baja,
pasan las aves que le faltaban a la noche...


Ya no sé quienes somos;
el mar no está aquí, la roca no está aquí, la primavera no tiene
retratos,
no vuelan los pájaros que necesita la noche.
Ya no sé quienes somos;
tal vez mañana alguno de los dos lo sepa,
y tal vez entonces sea necesario sonreír, fingir que recordamos,
fingir que somos nosotros,
y ese anochecer en el atrio, mirando los pinos, escuchando el rumor
del viento en sus ramas
escuchando el rumor del viento en la manera como mirábamos los
pinos;
ese anochecer cerrará las ventanas de sus propias imágenes
y será el dato falseado de su propia memoria.


Y ahora estos elementos, estas formas de decirnos adiós con
imaginarias preguntas,
con fuego de artificio, con imposibles pinos plantados en un patio,
con nuestra leyenda más verdadera que nosotros, más hermosa y más
arbitraria.
Después, tal vez sepamos que nuestros actos de entonces no fueron
de nuestra codicia en el mundo,
y que tampoco lo fue ese vago sentimiento de este lado del atrio
mientras mirábamos anochecer en los pinos,
o tal vez no sepamos nada, no inventemos nada,
tal vez no sepamos con exactitud si fuimos palpados por una vida
que no acertamos a conocer,
y que tal vez, quién sabe,
fuimos por un instante
aquellos dos "que reinaron y vivieron muy felices"
según termina el libro de cuentos.






José Carlos Becerra
El Otoño recorre las islas

Roberto Juarroz

A veces salva mirar hacia otra parte,
ovillar la mirada en cualquier huso posible
o ponerla simplemente entre paréntesis.
Se trata solo de salvaciones provisorias,
pero también el hombre es provisorio.


Hay en cambio otras veces
en que debemos hincar la mirada como un clavo,
aunque sospechemos el espesor en que se clava,
porque la salvación parece estar en la fijeza.


Pero hay también un momento
en que la única salvación es cambiar la mirada,
reemplazarla por otra,
como se cambia una palabra en un texto
o quizás la mano con que se escribe.
Y ni siquiera sirve entonces
llevar una mirada de repuesto
o comprar alguna en el mercado:
tenemos que inventar otra mirada.


La mirada es un cultivo
que varía de estación en estación
y que también exige a veces
desenterrar las semillas.


Todas las miradas son salvaciones provisorias.
Eso nos demuestra que no existe salvación
o que en último termino es preciso elegir
entre mirar y salvarse. 


                        Roberto Juarroz

miércoles, 28 de octubre de 2009

Konstantino Kavafis

Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca,
ruega que tu camino sea largo,
y rico en aventuras y experiencias.
Ni a Lestrigones ni a Cíclopes
ni a la cólera de Poseidón temas.
No verás tales seres en tu camino
si tus pensamientos son altos,
si tu cuerpo y tu alma
no se dejan invadir por turbias emociones.
No encontrarás a Lestrigones
ni al Poseidón colérico
si no lo llevas en ti mismo,
si no es tu espíritu quien los presenta.


Ruega que tu camino sea largo,
que inumerables sean las mañanas de verano
que (con cuánta delicia!)
llegues a puertos vistos por vez primera.
Haz escala en los emporios fenicios,
y adquiere bellas mercancías:
coral y nácar, ámbar y ébnano
y mil obsedentes perfumes.
Adquire cuanto puerdas de esos lujosos perfumes.
Visita numerosas ciudades egipcias,
e instrúyete ávidamente con sus sabios.
Ten siempre a Ítaca presente en tu espíritu.
Tu meta es llegar a ella,
pero no acortes tu viaje;
más vale que dure largos años
y que  abordes al final a tu isla
en los días de tu vejez,
rico de cuanto ganaste en el camino,
sin esperar que Ítaca  te enriquezca.


Ítaca te ha dado un deslumbrante viaje:
sin ella, el amino no hubieras emprendido.
Mas ninguna otra cosa puede darte.


Aunque pobre la encuentres,
no hubo engaño.
Sabio como te has vuelto
con tantas experiencias,
comprenderás al fin
qué significan las Ítacas.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Gorostiza

PAUSA II


No canta el grillo. Ritma
la música
de una estrella.


Mide
las pausas luminosas
con su reloj de arena


Traza
sus orbitas de oro
en la desolación etérea


La buena gente piensa
-sin embargo-
que canta una cajita
de música en la hierba.


                        José Gorostiza

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Paul Valery

El final del día es mujer.

martes, 15 de septiembre de 2009

Lecturas

Un montón de páginas engullidas queda en tu débil memoria. Cóncavo rincón donde se imprimen tus lecturas. Ahí, nombres de autores, de héroes, olores y glorias, fugaces pretextos que avanzan historias e historias; se escriben entremezclando tus recuerdos. Recuerdos que renunciaron a ser comentados, recuerdos sin conclusiones, sin charlas ni madrugadas en cafés o tabaco que carraspeasen las voces, sin voces, sin compañía. Lecturas en solitario, recuerdos sin confidencia.

Algunos autores sueltos bordean tu encuentro cuando todavía repites una sensación plagiada de no sabes qué epígrafe, de no sabes qué género o seudónimo; bordean esa cabeza que es cada vez menos la tuya.
Y así también las líneas que fueron rellenando solitarios, reescribiéndose mientras intentaban huir, conjugando, inventándose una realidad dividida en capítulos, sangrías y pequeños finales casi siempre no felices. Se instalaron ahí, multiplicando códices legibles sólo a la segunda lectura. Y así hasta el alma.

Algunos prefieren escribir su vida, otros no tienen más remedio que coleccionar  fragmentos y teorías, señales flamígeras, ecos permanentes, eternidades ajenas no deseadas.

Ahora no puedes sino dar vuelta a la página como a algún pretexto, barajando el momento del único mazo que te es dado. El de la incontable experiencia no vivida.
No insistes, ni persistes. No es necesaria la diferencia, el bisturí la define. La realidad está escrita; la ficción de la poesía, el ensayo de una infancia, el cuento arrebato adolescente, el periodismo... tu delgada identidad.
Márgenes no hay, ni corduras que dicten este nuevo lenguaje tuyo, recortado de estilos dispares. Sólo las tipografías cosquilleando desde dentro, la insospechable fragancia de tu persona a punto de ser revelada.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Tormentas de piano

“... cuando ni un centímetro de tu alma
carezca de palabras.”
José Carlos Becerra.


Tu nombre
sonido de escarcha
sino de pez diminuto
revolotea las sombras
en piernas de madre
Tu nombre
línea recta de auxilio
fuga en movimiento acústico
tacto
invulnerable
Péndulo que cifra y enmudece
rompe restos de ruido
en vientos de un tiempo
de eterno extranjero
Sonido tuyo
pertenencia de carne
suicidio abecedario
códice
instinto
índice
cartografía de sueños
en tránsito
                 y exilio.


Pausa
Escurre el horizonte
el pañuelo de la lluvia con su lengua
Baldosa evaporada.




La noche que golpea tormentas de piano
sobre las láminas secas de nuestras manos
ninguna roca y entretanto
el polvo mella
el destino del cacto
la noche que acaricia antiguos escondrijos
huérfanos de movimientos voluntarios
ninguna luna que
dibuje un atajo
o un puente
o un viento de insomnio
que empuje su suerte
la que sepulta campanadas
ningún guarda
ningún sonido de larva
ninguna sombra de espalda
la noche que zigzaguea por las tapias rotas de nuestros tejados
ningún horizonte plegado
ni grito en los ojos
ni ensamble de labios
ni estrella nombrada
la noche de últimos cascos
hiende aún de nubes las pupilas y oculta su brote de plata
La noche
sólo la noche
y ningún clavo
donde colgar su llamado




El Faro pulsa ciego su giro
surca su vuelta una herida de viento
apresa el vacío
rueda palpando
hurta tapia roza lengua
la playa
Cae entretanto
a cuentagotas
su vanidad
Cava un tiempo falso
repite su ausencia
siembra su círculo
deja pasar la oscuridad
Ciego el faro pulsa su giro
De pronto un día
en lo alto
su luz avisa asoma
un instante
destello
Ya!
ciega
como una sílaba que habla
rompe el silencio
chasca
y se esfuma
sin eco
pasa
escapa
urde el pulso y funda
amordaza recuerdos
como una semilla de agua.


Empequeñece el reloj sujeto en un muñón
sin mano
Espiral del tiempo que los días reconoce 
no como un abismo sino con un gemido 
que nace evaporado
Alguien dio cuerda a las venas de su aridez 
para dejarle morir ahogado
No hay dedos que extiendan el último eclipse 
cuando cae el vértigo al vacío impedido 
negado de contornos el labio
No es línea recta el presente
ciclo sin tacto
ni un pulso                   ni un espasmo
No hay para el manco ni un sólo golpe de dados.


Pausa
Se funde el hielo
y un resquicio de frío
filtra
su aleteo de campana.


Escribo Dos y el tiempo inicia el miedo 
al hacer horizontes
con el lápiz
Sabe a sal
a amargo espejo la línea flecha que cruza 
en estela tu silueta
Su filo apunta y rasga
abre postigos puertas labios
carne curvas vectores sangre
y canta un vuelo eléctrico en cada latido de imagen
Mío Tú
Otra vez Dos
Derramo humo en las ranuras multiplicando un párrafo
bocanadas alineadas
raíces no           ni labios
 letras.
Paralelas ausencias en tránsito.


ÚLTIMO VIAJE
Soñamos a viajes distantes.
Damos al tiempo curvas
y un alfeñique a los espacios
Cruzamos voces
en un cielo sin lunas
y entrelazamos los peces
entre secretos y espasmos
Encallamos con alas de mordaza
y tallamos los ojos con brisa de osario
Sólo el silencio nos basta
y sus brillos
y sus filos
y sus pájaros. 

Tu Boda

I

¿Qué más se puede pedir a un día clavado al temporal?
No es mucho más sutil la conjunción en cada fragmento de minuto, cuando afuera las fieras se dejan amontonar en un zumbido único, acompasadas por la monótona garganta que las lleva a temblar ante el espanto del fracaso.
Yo trago en medio de la combustión. Me levanto de mis zapatos embusteros que aniquilan el camino, y no hay ni un sólo hombre en la tierra.
Se han llevado sus mascotas, sus armarios, sus mujeres recién bañadas y su velo; también han desaparecido los niños, olvidados al silbato de los trenes, al abrazo fácil de otras madres con hijos de menor suerte. 
Todos asistiendo por la calle que baja hacia la iglesia.
Hay una alcantarilla para cada resurrección, una llamada de aeropuerto para cada compromiso, y más de un motivo amordazado en la disolución.
No poseemos deseos consumibles. Los ojos son arpas que nadie atreve a acariciar porque el polvo, porque el oxido moderno; cuerdas en el momento infinito de una ducha que gotean la melodía obtusa del hastío, y canta:
¿dónde estás ahora que ya no puedo buscarte?.
Menos de un una pulgada de eternidad debería ser suficiente; como la crema de afeitar, y la bolera a eso de las 4. El mismo topo sangrando las encías de una mañana atrofiada por el desuso. Nos abrimos como buques ahora más metálicos y con menos balance entre las olas; sin horizontes,
ni quillas que rugan su madera contra un demonio en Cabo de Hornos. Pero nos queda el cereal y los yogures para el deseo, un telediario para el destierro de la nostalgia de antemano suicidada. Nadie se ha detenido en el juego de esas uvas de sangre que no bebo. Porque la muerte se vive mejor en otro domingo de estadio con multitud de veracidades. Sin ti, la mancha del saco no seca al fuego, ni el salón está más iluminado con las velas del cadáver. De éste modo voy siendo sólo un montón de años suspendidos por el tiempo de una misa lejana. La misa que va de tu boda a mi memoria.
Que nadie termine nunca ese sermón. Así seas, dentro del abrazo artificial, de blanco bendita, y nunca más.

II

Un centavo es como un río; y la pregunta se disuelve al orgasmo.
Con resignada demencia suprimir la mirada por las cuencas de sus despojados paisajes. Palpar las yemas que tamborilean decadentes en las vetas de su encrucijada, y procurar el implante de un conjuro que, bien lo sabes,  se tapia cerca de los treinta y tres.
Atrás quedan, en trinchera, el cabello de tardes marinas y el cepillo ondulado del padre que insiste alisar una infancia.
En los callejones, las farolas tejen por encima de tejados y gemidos su línea intermitente hacia el fondo de la oscuridad. Y ahí la obertura. Oh! La Gran Obertura. La primera máscara ganada al iniciar el desencuentro, la primera masacre de gestos entrenados. Un globo hincha la infamia y el baile continúa sus pasos hacia otro encuentro, siempre nuevo, siempre la misma esfera proyectando oblicuas carcajadas.
Luego el milagro, insignificante amigo de la incredulidad. Los señores rezan en el salón, junto a sus estanterías, cambios de matrícula para las enfermedades mortalmente venéreas. Las flores trashuman promesas en las perforaciones de los necios. Y tú esperas, como un dispuesto centavo, débil pero de inagotable carruaje, la piedra afilada que desangre una gota de miel  en tu ceja herida, pegajosa astilla en cautiverio de tu velo.
Hasta que se quiebra un reducto, un desagüe que anida al río que baja quieto a poner acento a la caricia que deja vibrando tu entrepierna.
Entonces desquicia tu madre y tus hermanos mean mientras besas la herencia que hierve una serpiente, y ambas, en cada escama, ganan algo de pureza.
Pero vuelve el salmo. Y lo devuelve todo. Todo lo venga. Vierte en sus palabras de espiral el vacío hechicero, simiente que llueve su materia estercórea entre los dientes de los muertos.
Te dejas arrodillada frente a la multitud abierta, y otras latitudes te demandan, te lamen, te corrigen y, obedientes, reclinan sobre el altar los escombros de tu propia vegetación.

III

Gira tu cadáver, limpio en transparencia de diamante. Gira, y encaja los dientes a la vela de horizontes en llamas. Sellos postales sobre los sexos de las niñas que marchitan su entusiasmo a la primera bocanada de orgullo.
Eléctrico latido de perro que toma por sorpresa al espectro detrás del escenario. Nada sobra en este valle enmarcado de ausencias. En cada pueblo rumia
una noche líquida. En cada palabra de viajero el viento deshila transmisiones eléctricas y ondas de estambres que alcanzan la podredumbre de una promesa.
En cada puerto un nativo implicado al olvido.
Todo inició cuando las ratas comenzaron a abandonar las cicatrices a punto de hundirse en la miseria de Mayo. 
Cada despedida desplazó constelaciones, desperezó lentamente la huida de cada línea y cronometró los lugares que validaron la gloria del infierno.
La estela de los huesos en el desierto.
La plaza a rabiar con sangre fresca todavía de antiguas faenas, húmeda la hierba en un campo de espejos, nombres fechados, coordenadas que apuntan a la nulidad, navegación gratuita entre meridianos de semen pardo y paralelos de ojos evaporando alguna alucinación permisible.
Y tú. ahí. Hundiendo el centro. 
Quedan los orificios por los que se multiplica el intento; las piernas amputadas en el cubo de basura.
Estoy esperando. Me arrastro a la espera de otro salto de caballo. Y no llega el tiempo. No leva anclas. No iza ninguna pregunta. Renuncia a sus deberes de madre en celo. Espero, y Jesús es el carpintero que detiene el cielo con clavos de estrella. Espero la resurrección de un margarita que ha sacado a secar su voluntad a la luna abierta. Estoy esperando al destierro de tu imagen,  y a que ésta necia oscuridad germine de una vez por todas en el cuervo
y lo eche a andar.
Pero no cede la cremallera del frío. No has muerto todavía.
El círculo ha olvidado su punto de partida.

IV

La semilla que se tiende en tu recinto llegó hasta ahí con su vuelo más largo;
el de tu vientre y su fermento temprano que toca los dedos de otro ansiado nacimiento.
Como un frasco transparente en el fondo del pantano, sujeto los clavos de mi último respiro. Mientras tanto, en la cocina, tus manos quietas entrañan fuego en las hornillas del tiempo.
Un impermeable signo de admiración se escurre en la ciénega de nuestro desencuentro. Yo voy dejando en el descenso paralelo cuatro círculos heraldos de otras inscripciones, más cercanas, humillantes.
Y a ti, el espejo te multiplica la nueva noticia; bajan trémulas tu costado raíces de fríos reconocibles; tejido floral de burbujas con que se crea tu piel de sencilla tan perfecta, sin viaje, pero con un motivo de lunas adheridas, señales proféticas de un regazo abierto al borde del estuario.
Las farolas que mecen el sueño de quienes hemos muerto, no son doctrinas más plateadas que los anteojos del insomnio.
Las madres pierden su orientación en cada cordón de estrellas.
Una mandarina en el centro de la mesa te hace temblar y reviven en tus estanterías los campos y las astillas, minas del hombre aquél que fui, clavada su piel todavía a la palma de tu tacto.
Mi rostro dibuja, cicatrices blancas en tu rostro.
El incendio que asoma detrás de la cortina no es presagio, ni forma colores para saciar las pupilas que miden los ejes de mis pasos.
Ya habrás aprendido a deletrear un silencio con los dientes clavados al borde de la sábana. Y el secreto es diez veces más sólo tuyo; delineado por la tempestad de lo evitable, y no hace falta nadie predecible.
Al resto del camino lo reviste el sol y a la mentira la razón.
Reverdeces, preñada de destino, y para mi no hay principio posible que pueble la esperanza.
La vida desde ahora será sólo volver a cerrar los labios de cada amanecer.